martes, 24 de marzo de 2015

En Córdoba con piojos - parte 3

Día 3
Cuatro días: dos para recorrer la ciudad, uno para comprar souvenirs y, en el medio, un trekking.

Parece que soy la única loca dispuesta a caminar sabe-Dios-cuántos kilómetros un jueves a las ocho de la mañana con este calor porque, después de estar esperando media hora a la combi, me avisan que no van venir. Wang, bang, thank you, Flor.

"Querías aventura, ahí tenes". En medio de un rapto de enojo por estar despierta tan temprano y ante el prospecto de un día en cama mirando videos en el celular, decido tomarme un colectivo a Villa General Belgrano.

Dos horas de viaje, una salchicha alemana y un helado de chocolate con cascaritas de naranja después, no se que hacer pero me niego a aceptar la derrota. Villa General Belgrano es linda, muy linda, pero increíblemente chiquita y tiene un problema: 2 de la tarde, y todo está cerrado. Me niego a volver a Córdoba tan temprano que la gente (¿qué gente, Flor?) me considere una perdedora.

Encuentro un arroyito y me saco las chatitas, metiéndome en una situación de donde no sé como voy a salir, y meto los pies en el agua. La vida es bella.

El micro que elijo para volver me cobra seis pesos más que el anterior (la entrada es gratis, la salida, vemos), y lo maneja un flaco que tiene demasiado carisma para ser chofer. Me duermo la mejor siesta del viaje, baba incluida.

Camino desde la terminal, porque ya gasté con creces el presupuesto del día, y me deprimo mientras armo la mochila para volver a Buenos Aires.

En mi última noche en Córdoba, ceno sandwich de jamón y queso y duermo para la mierda, y esta vez no tiene nada que ver con los piojos.

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