miércoles, 5 de septiembre de 2012

En lo alto


En la isla de Nueva York, los edificios no suelen tener el piso número trece porque se cree que da mala suerte. No es que el piso quede vacío o inutilizable, es que simplemente se lo saltea en la numeración, creando la ilusión de que ese edificio en particular tiene un piso más, o un piso menos, o buena suerte.
            Si se sobrevuela Buenos Aires de noche, los puntos de luz parecen no terminar en la distancia y flotar en el aire para apagarse bruscamente en el río. En la ciudad, el edificio crece hacia arriba porque el espacio físico a lo largo y a lo ancho ya no alcanza: da la sensación de que el lugar es el mismo, de que la urbe no crece, pero donde antes vivían cuatro, ahora viven ochenta. El edificio enrarece el aire de la ciudad; no es aleatorio el nombre dado a la ”superficie no edificable, a nivel de terreno, comprendida entre frentes internos de edificios, destinada a espacio libre que, en un porcentaje no inferior al 50% de su superficie deberá estar constituida por terreno forestado y parquizado”[1]: pulmón de manzana.
El hombre se encerró entre un par de paredes hace miles de años para sentirse seguro de la naturaleza, y la arquitectura moderna hoy pugna por recuperarla constantemente, destruyéndola para traerla a nuestros pisos, enriquecer nuestros jardines, encerrar y trasladar el agua. Hoy, además de la comodidad dentro de nuestros hogares, también se debe poder respirar y disfrutar de la luz solar, que robamos a las construcciones mas bajas.
El edificio es un monstruo que de a poco se come a la ciudad, la tapa, la esconde del sol. Ha tratado con el tiempo de mejorarse, de acomodarse y mostrar una cara mas amigable: espacios vidriados para presentarles a los trabajadores de oficina una libertad que no tienen, para revelarse impecables y transparentes a los ojos del transeúnte; ya no son más moles de ladrillo con molduras pesadas y balcones ostentosos que hoy en día se caen en todos los barrios de la ciudad, hoy son prácticos y modernos y quién sabe hacia dónde evolucionarán, pero siguen comiéndose a las casas y su luz, las ahogan para que desaparezcan y les deje crear a arquitectos e ingenieros otra prisión mas.
El clima dentro de un edificio es de incredulidad. La inseguridad de la ciudad nos quita la esperanza de que nuestro vecino pueda ayudarnos y alienta la sospecha de malas intenciones. El silencio reina en el ascensor, y la necesidad de privacidad en los espacios reducidos y compartidos nos hace desconfiados: nos aterra y avergüenza la posibilidad de que aquél que comparte una pared con nuestro departamento haya escuchado esa pelea, ese acto de amor. La efímera creencia de que conocemos a alguien por haberlo visto salir o entrar a nuestro edificio es superada con la seguridad de que existe toda una historia de la que no conocemos ni un atisbo.
            El edificio, la representación por excelencia del progreso del hombre, lo aísla.
Vosotros talais los árboles para construir los edificios para los hombres que se han vuelto locos por no haber podido ver los árboles.
(James Thurber)

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