En la isla de Nueva York, los
edificios no suelen tener el piso número trece porque se cree que da mala
suerte. No es que el piso quede vacío o inutilizable, es que simplemente se lo
saltea en la numeración, creando la ilusión de que ese edificio en particular
tiene un piso más, o un piso menos, o buena suerte.
Si se sobrevuela Buenos Aires de
noche, los puntos de luz parecen no terminar en la distancia y flotar en el
aire para apagarse bruscamente en el río. En la ciudad, el edificio crece hacia
arriba porque el espacio físico a lo largo y a lo ancho ya no alcanza: da la
sensación de que el lugar es el mismo, de que la urbe no crece, pero donde antes
vivían cuatro, ahora viven ochenta. El edificio enrarece el aire de la ciudad;
no es aleatorio el nombre dado a la ”superficie
no edificable, a nivel de terreno, comprendida entre frentes internos de
edificios, destinada a espacio libre que, en un porcentaje no inferior al 50%
de su superficie deberá estar constituida por terreno forestado y parquizado”[1]:
pulmón de manzana.
El
hombre se encerró entre un par de paredes hace miles de años para sentirse
seguro de la naturaleza, y la arquitectura moderna hoy pugna por recuperarla
constantemente, destruyéndola para traerla a nuestros pisos, enriquecer
nuestros jardines, encerrar y trasladar el agua. Hoy, además de la comodidad
dentro de nuestros hogares, también se debe poder respirar y disfrutar de la
luz solar, que robamos a las construcciones mas bajas.
El
edificio es un monstruo que de a poco se come a la ciudad, la tapa, la esconde
del sol. Ha tratado con el tiempo de mejorarse, de acomodarse y mostrar una
cara mas amigable: espacios vidriados para presentarles a los trabajadores de
oficina una libertad que no tienen, para revelarse impecables y transparentes a
los ojos del transeúnte; ya no son más moles de ladrillo con molduras pesadas y
balcones ostentosos que hoy en día se caen en todos los barrios de la ciudad,
hoy son prácticos y modernos y quién sabe hacia dónde evolucionarán, pero
siguen comiéndose a las casas y su luz, las ahogan para que desaparezcan y les
deje crear a arquitectos e ingenieros otra prisión mas.
El
clima dentro de un edificio es de incredulidad. La inseguridad de la ciudad nos
quita la esperanza de que nuestro vecino pueda ayudarnos y alienta la sospecha
de malas intenciones. El silencio reina en el ascensor, y la necesidad de
privacidad en los espacios reducidos y compartidos nos hace desconfiados: nos
aterra y avergüenza la posibilidad de que aquél que comparte una pared con
nuestro departamento haya escuchado esa pelea, ese acto de amor. La efímera
creencia de que conocemos a alguien por haberlo visto salir o entrar a nuestro
edificio es superada con la seguridad de que existe toda una historia de la que
no conocemos ni un atisbo.
El
edificio, la representación por excelencia del progreso del hombre, lo aísla.
Vosotros talais los árboles para construir los
edificios para los hombres que se han vuelto locos por no haber podido ver los
árboles.
(James Thurber)
Qué redacción tan sofisticada, Florencia. Bellisimo
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